lunes, 23 de abril de 2018

cine y lectura

TOMB RIDER


La nueva Tomb Raider supone un film que quiere inspirar cercanía y corporeidad. Y por eso, tras una introducción paupérrima dando cuenta del elemento sobrenatural del asunto, Lara Croft nos da la bienvenida poniéndose ciclada en el gimnasio, e intercambiando golpes con otra tipa mientras le sudan los abdominales y olvidamos instantáneamente a Angelina Jolie, y todo lo que supuso Angelina Jolie. Posteriormente se sube a una bicicleta, se gana el jornal, y por vacilar a sus colegas se involucra en una persecución larga y deliciosamente idiota a través del centro de Londres, bruscamente finalizada cuando en un descuido se estampa contra un coche. Roar Uthaug y la oscarizada Vikanrider sientan así, y a la perfección, el leitmotiv de la película: Lara Croft pegándose hostias. Constantemente. Sin parar. Para a continuación siempre levantarse, jadear, y tratar de ocultar el llanto porque tiene que seguir adelante. Todo eso, sin que se resienta lo más mínimo el carisma de una actriz formidable que ya en Jason Bourne consiguió robarle la película a Matt Damon en las mismas narices. Como un John McClane sin resaca, o un Leonardo DiCaprio pasándose El renacido a golpe de anfetas, Lara va acumulando heridas y porrazos sin que el rictus badass abandone su rostro, pero, también, sin que el peso de ser la heroína de acción definitiva entorpezca su humanidad. En un momento dado, tras el salto del siglo, la protagonista se pasa cinco minutos retorciéndose de dolor en el suelo. ¿Habíamos visto algo así antes, en alguna otra película basada en un videojuego? Probablemente no. Y no es porque Tomb Raider, de repente, quiera ser realista. Simplemente, es que está traduciendo un lenguaje a otro, y en el cine, a no ser que tu película se llame Al filo del mañana, si te das el cebollazo padre te tienes que quedar en el suelo. Aunque sea un rato, remoloneando, para que el espectador empatice y sienta que ahí hay alguien. Por este motivo, el principal referente manejado es el mismo que debería guiar todas y cada una de las películas de aventuras con sesgo arqueológico, esto es, la magistral Indiana Jones y la última cruzada, de la cual incluso vemos aquí diálogos clavados.

Lara busca reencontrarse con su padre (Dominic West), y aunque en esta búsqueda apenas haya humor o autoconsciencia, se nos concede a cambio una suciedad y una crudeza en las escenas de acción sumamente atípica para un blockbuster. No hay apenas CGI, no existen amoríos más allá del paternofilial, y el villano del film es un currante que lo único que quiere es acabar rápido para volver a casa con su familia. Lo que pasa que claro, es Walton Goggins. Y Walton Goggins lo hace tan bien que da igual que sus motivaciones sean comprensibles hasta cierto punto: quieres abofetearlo. El enfoque de Tomb Raider, película, es más o menos similar al que guió el reboot de 2013 para las consolas: una apuesta por abandonar los Tiranosaurus Rex, los maridajes indigestos con James Bond, y la hipersexualización que había arrastrado el personaje desde sus inicios. Y funciona igual de bien. Nos quedan los rompecabezas, la supervivencia como objetivo primordial, las localizaciones exóticas, la acción más desenfrenada y física y, sobre todo, nos queda Alicia Vikander, arco en mano, corriendo con un arte que ni Tom Cruise. Viéndola ahí sola en la selva, afrontando una muerte segura, nos vemos obligados a hacer un cierto esfuerzo para recordar que sí, hubo un mundo en el que las películas que adaptaban videojuegos no podían ser buenas. Pero éste no lo es. Ya no.

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